Todo había sucedido de forma canallesca. Rafa era el enemigo número uno de Luis, y fue con el chivatazo a «los de arriba». No es que a Rafa le importara lo que Luis hiciera o dejara de hacer, pero le tenía una envidia mortal. Por eso, cuando aquella mañana pasó junto a su mesa y lo vio fisgoneando una Web de esas «guarras», urdió su treta. Solo tuvo que pensar en su mujer, la de Luis, una guapa abogada de éxito; solo tuvo que ver a sus dos hijos, los de Luis, guapos y listos hasta deslumbrar; solo tuvo que pensar en el piso, el de Luis, de doscientos metros cuadrados en la mejor zona de Madrid; solo tuvo que mirar por la ventana el Audi de Luis aparcado a la izquierda de su utilitario y solo tuvo que pensar en su desgraciada vida, la suya propia, la de Rafa, para decidirse a hundir a su compañero. Sí, apenas compañero, aunque se hiciera pasar por amigo.
Los jefes requisaron el ordenador de Luis y comprobaron que había estado viendo pornografía en horas de trabajo. El despido fue fulminante, y Rafa experimentó la satisfacción del cazador ante la presa.
Pero el gozo de Rafa fue transitorio: la mujer de Luis, la abogada de éxito, defendió a su marido y tuvieron que anular el despido. Ya se sabe: esos ardides legales que sólo unos pocos conocen.
La vuelta de Luis al trabajo fue memorable: media España respiró tranquila.
A Rafa, sin embargo, nunca le habían avergonzado tanto.
©Pilar Fernández Bravo
Bueno, por una vez la justicia no tenía los ojos vendados. Es para festejar. También otro buen cuento.
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