He vuelto a la casa de mi infancia.
He cerrado los ojos, porque los ojos abiertos alejan el recuerdo.
La muerte me trajo hasta las escaleras que conducen a la casa de mi madre.
Las noto frías. Asciendo por el olor húmedo y arenoso del jardín. La voz gruesa
de la puerta, al abrirse, afianza mis sentidos. Nada ha cambiado, excepto que
mi madre está muerta. La enterramos ayer.
Cierro la puerta detrás de mí y siento, como un azote, el olor amargo que
quedó impregnado en las paredes para siempre, ese olor que me acompañó en la
niñez. Atravieso el salón con la volatilidad que me concede la dulzura de la alfombra
donde aprendí a dar los primeros pasos. Al final hay un pequeño escalón, me
agacho para tocarlo. Durante muchos años fue mi referencia con la casa, no sé
si porque marcaba la frontera con la biblioteca. Huele a libros viejos,
envueltos en el polvillo de los años en los que el dedo deja huella. Esnifo a
Whitman, y el polvo que duerme en sus páginas se adueña de mi nariz, como una
emanación humeante, una mezcla de aire y tierra. Pero no huelo el vapor del
cocido de mi madre ni noto el tacto de su presencia en los rincones de mi
cuarto. Han pasado muchos años y todavía siento el gusto pegajoso del verano que
compartía con mis hermanos, y las noches a la intemperie buscando la Osa Mayor.
Me pego a las paredes, sé que cuando salga llevaré la señal de cal en el vestido.
Los marcos de las fotos, que formaban parte del decorado de todas sus vidas, ya
no están.
En la calle, oigo el golpe ronco de la verja al cerrarse y me alejo, poco
a poco, mientras me abrazan los aromas del aire.
Encaro el camino de tierra que me lleva al pueblo, y los recuerdos siguen
agolpándose uno a uno, en presente; primero como estampas quietas y luego en
movimiento: el percherón de mi abuelo donde vamos subidos mi hermano y yo, el
frío de la sierra, el olivar terregoso y sembrado de piedras y aceitunas; la Dehesa,
extendida como un lienzo, llena de encinas que cobijan nidos de herrerillos y
rabilargos (a veces, y con suerte, vemos el vuelo de algún alimoche o algún
milano); la Garganta del Fraile, con su imponente salto de agua, rodeada de
fresnos y alisos; la Fuente del Capillo y la Fuente Nueva, que tan bien conozco,
donde vamos a gamusino; el Mirador de la Sierra, donde posa mi hermano para su
última foto: su sonrisa no presagia la muerte cercana, ni la noche de lluvia
generosa en el duelo, ni el luto, ni la soledad, ni el silencio, ni la vida sin
él. Ni mi dolor. Bordeamos el arroyo por caminos de jaras que proyectan puntos
blancos sobre la vegetación, dejando un tapiz impresionista digno de Seurat, y
vamos a la Cruz del Siglo, que domina la sierra, a celebrar la “mogará” en la
fiesta de Todos los Santos.
Vuelvo. Respiro
las flores que les llevo, y el reflujo de la tarde siempre me trae los mismos
recuerdos.
© Pilar Fernández Bravo
Pilar, no sé si este relato es actual o lo escribiste en el pasado, si debo darte el pésame por tu madre o no, pero es la forma que más me gusta de la literatura, la que está llena de realidad y poesía. Gracias. Isidro
ResponderEliminarTe queremos, mami. Tus palabras nunca dejarán de adentrarse en mí de una manera tan profunda... :)
ResponderEliminarEs un relato en el que el lector siente nítidamente lo que expresa la autora.
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