corazón. Imaginé días oscuros:
tú parado frente a mí, sin moverte,
mientras se me escapaba la vida
y mis ojos se cerraban
como postigos de ventana.
como postigos de ventana.
Dejábamos atrás el cielo,
el aire, el sol…
la calma.
Lo sé, querías huir de mí, pero yo
contuve el aliento y te grité
que no me abandonaras.
Te pedí que volvieras, que aún
no estaba preparada para irme,
quería hacer tantas cosas…
Después, vinieron las promesas:
que cuidaría de ti, que haría deporte
contigo,
comeríamos sano los dos, nada de porquerías
ni grasas ni angustias ni miedos,
ni subir montañas a lo loco, ni
jadear
más de la cuenta; así, como hermanos
de la mano, suave el camino, lento,
bien moderado el terreno.
Yo estaba sola, como tantas veces,
aún no escuchaba el movimiento de amapola
en mi pecho, ni que tuvieras buenas
intenciones.
Parecía no importarte y mostrabas tu
poder
hierático en las sombras.
Se terció la noche como una daga en mi
cama
y sobrevolaron recuerdos lejanos
de vuelo de cigüeñas
sobre la laguna. Dentro del agua un
aletear
intenso que me abría las arterias y me
hacía sonreír...
como cuando era niña y me lanzaba
desde un pedrusco, desde una escalera, desde un
banco
en el parque, contigo, porque éramos
fuertes los dos
y saltábamos al vacío en un cohabitar
temerario
de príncipes de novela.
Quizá haya muerto para entonces y no
pueda
seguir recordando las ciudades que recorrimos
los puertos donde atracamos, los mares que navegamos...
quizá me quede ahí
en el umbral de la memoria,
pero ya no seremos uno
y los dos habremos muerto.
Entonces me di cuenta... tú
habías avanzado hacia mí
habías avanzado hacia mí
y eras un
corazón que
quería ser latido.
quería ser latido.
©Pilar Fernández Bravo
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