—Lo siento, su marido ha muerto. Hemos hecho lo que hemos podido –había
sentenciado el médico aquel lunes aciago.
Mi madre le miró, esculpiendo una mueca de dolor tan grave como sucinta.
Me agarró y tiró de mí hacia la puerta, sin mirar atrás.
Durante muchos años sentiría el sabor del silencio en medio de la lluvia,
que se colaba por todas las rendijas del coche desvencijado de mi padre, en la
noche más fría que yo recuerdo.
Cuando entramos en casa, después de dejar a mi padre en la morgue, mi
madre me dedicó una caricia llena de ternura, en un esfuerzo infinito por
controlar la compasión. Se sentó en el sofá y me hizo repetir lo mismo en sus
rodillas. Me miró, y dijo:
―No fumes nunca.
Y nunca lo he hecho.
© Pilar Fernández Bravo
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