lunes, 14 de octubre de 2013

Anna

Anna

Me llamaste tan ilusionado que no pude negarme. Después de practicar el amor en los lugares más extraños y peligrosos, el Museo Oceanográfico de Mónaco me pareció un paraíso seguro. Llegamos y, sin preámbulos, me besaste como si la vida estuviera atrapada en la viscosidad de nuestros fluidos. Entonces oí un crujido y miré hacia el techo: a seis metros de altura pendía un misterioso dinosaurio. Su enorme mandíbula se había desprendido y no tuve tiempo de advertírtelo. Quedaste tendido en el suelo con una corona encajada en la cabeza, como un Cristo, y de la frente manaban caminitos rojos que llegaban hasta tus labios, dibujándote una mueca que parecía sonreírme. Un cartel había caído también y yacía en tu pecho, como si siempre lo hubieras tenido pegado. Podía leerse: “Anna, le reptile aux grands yeux vous attend...”.

©Pilar Fernández Bravo
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