Anna
Me llamaste tan ilusionado que no pude negarme. Después de practicar el
amor en los lugares más extraños y peligrosos, el Museo Oceanográfico de Mónaco
me pareció un paraíso seguro. Llegamos y, sin preámbulos, me besaste como si la
vida estuviera atrapada en la viscosidad de nuestros fluidos. Entonces oí un
crujido y miré hacia el techo: a seis metros de altura pendía un misterioso
dinosaurio. Su enorme mandíbula se había desprendido y no tuve tiempo de
advertírtelo. Quedaste tendido en el suelo con una corona encajada en la cabeza,
como un Cristo, y de la frente manaban caminitos rojos que llegaban hasta tus
labios, dibujándote una mueca que parecía sonreírme. Un cartel había caído
también y yacía en tu pecho, como si siempre lo hubieras tenido pegado. Podía
leerse: “Anna, le reptile aux grands yeux vous attend...”.
©Pilar Fernández Bravo