jueves, 23 de enero de 2014

Mio-cardio


Una noche soñé contigo,
corazón. Imaginé días oscuros:
tú parado frente a mí, sin moverte,
mientras se me escapaba la vida
y mis ojos se cerraban
como postigos de ventana.
Dejábamos atrás el cielo,
el aire, el sol…
la calma.
Lo sé, querías huir de mí, pero yo 
contuve el aliento y te grité 
que no me abandonaras.
Te pedí que volvieras, que aún
no estaba preparada para irme,
quería hacer tantas cosas…
Después, vinieron las promesas:
que cuidaría de ti, que haría deporte contigo,
comeríamos sano los dos, nada de porquerías
ni grasas ni angustias ni miedos,
ni subir montañas a lo loco, ni jadear 
más de la cuenta; así, como hermanos
de la mano, suave el camino, lento,
bien moderado el terreno. 
Yo estaba sola, como tantas veces, 
aún no escuchaba el movimiento de amapola
en mi pecho, ni que tuvieras buenas intenciones.
Parecía no importarte y mostrabas tu poder
hierático en las sombras.
Se terció la noche como una daga en mi cama
y sobrevolaron recuerdos lejanos
de vuelo de cigüeñas
sobre la laguna. Dentro del agua un aletear
intenso que me abría las arterias y me hacía sonreír... 
como cuando era niña y me lanzaba 
desde un pedrusco, desde una escalera, desde un banco
en el parque, contigo, porque éramos fuertes los dos
y saltábamos al vacío en un cohabitar temerario
de príncipes de novela.
Quizá haya muerto para entonces y no pueda 
seguir recordando las ciudades que recorrimos
los puertos donde atracamos, los mares que navegamos...
quizá me quede ahí
en el umbral de la memoria,
pero ya no seremos uno
y los dos habremos muerto.


Entonces me di cuenta...
habías avanzado hacia mí
y eras un corazón que
quería ser latido.


©Pilar Fernández Bravo
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