Desde que penetré en el local, un bar de carretera sucio y alejado de la
autopista, lo supe. Me lo dijo el cojeo del aire y esa bandada de miradas
licuando pendencia. Enseguida experimenté un estado de arrepentimiento irreversible; pero no me dio tiempo a mucho más porque una ráfaga de pólvora, que salió de
detrás de la barra, viajó por el aire detenido hasta mi pecho y lo abrió de par
en par, como se abren las puertas de un toril.
Al principio pensé que tal vez,
solo tal vez, no moriría al instante, o un equipo de emergencias entraría por
la puerta de aquel antro y me salvaría la vida. Luego, caí desplomada sobre la sangre
caliente y cerré mis ojos para siempre. Y aunque había perdido la vida no ocurría
lo mismo con la consciencia, que me regalaba una última reflexión: los desvíos
matan, no volveré a tomar uno. Como si eso fuera posible.
©Pilar Fernández
Bravo