domingo, 20 de noviembre de 2011

Con los ojos cerrados


            He vuelto a la casa de mi infancia.
He cerrado los ojos, porque los ojos abiertos alejan el recuerdo.
La muerte me trajo hasta las escaleras que conducen a la casa de mi madre. Las noto frías. Asciendo por el olor húmedo y arenoso del jardín. La voz gruesa de la puerta, al abrirse, afianza mis sentidos. Nada ha cambiado, excepto que mi madre está muerta. La enterramos ayer.
Cierro la puerta detrás de mí y siento, como un azote, el olor amargo que quedó impregnado en las paredes para siempre, ese olor que me acompañó en la niñez. Atravieso el salón con la volatilidad que me concede la dulzura de la alfombra donde aprendí a dar los primeros pasos. Al final hay un pequeño escalón, me agacho para tocarlo. Durante muchos años fue mi referencia con la casa, no sé si porque marcaba la frontera con la biblioteca. Huele a libros viejos, envueltos en el polvillo de los años en los que el dedo deja huella. Esnifo a Whitman, y el polvo que duerme en sus páginas se adueña de mi nariz, como una emanación humeante, una mezcla de aire y tierra. Pero no huelo el vapor del cocido de mi madre ni noto el tacto de su presencia en los rincones de mi cuarto. Han pasado muchos años y todavía siento el gusto pegajoso del verano que compartía con mis hermanos, y las noches a la intemperie buscando la Osa Mayor. Me pego a las paredes, sé que cuando salga llevaré la señal de cal en el vestido. Los marcos de las fotos, que formaban parte del decorado de todas sus vidas, ya no están.
En la calle, oigo el golpe ronco de la verja al cerrarse y me alejo, poco a poco, mientras me abrazan los aromas del aire.
Encaro el camino de tierra que me lleva al pueblo, y los recuerdos siguen agolpándose uno a uno, en presente; primero como estampas quietas y luego en movimiento: el percherón de mi abuelo donde vamos subidos mi hermano y yo, el frío de la sierra, el olivar terregoso y sembrado de piedras y aceitunas; la Dehesa, extendida como un lienzo, llena de encinas que cobijan nidos de herrerillos y rabilargos (a veces, y con suerte, vemos el vuelo de algún alimoche o algún milano); la Garganta del Fraile, con su imponente salto de agua, rodeada de fresnos y alisos; la Fuente del Capillo y la Fuente Nueva, que tan bien conozco, donde vamos a gamusino; el Mirador de la Sierra, donde posa mi hermano para su última foto: su sonrisa no presagia la muerte cercana, ni la noche de lluvia generosa en el duelo, ni el luto, ni la soledad, ni el silencio, ni la vida sin él. Ni mi dolor. Bordeamos el arroyo por caminos de jaras que proyectan puntos blancos sobre la vegetación, dejando un tapiz impresionista digno de Seurat, y vamos a la Cruz del Siglo, que domina la sierra, a celebrar la “mogará” en la fiesta de Todos los Santos.

Vuelvo. Respiro las flores que les llevo, y el reflujo de la tarde siempre me trae los mismos recuerdos.
© Pilar Fernández Bravo

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miércoles, 2 de noviembre de 2011

La muchacha que soñaba con el mar

 La muchacha que soñaba con el mar
 Al principio te parece lo más natural: si te encuentras un muerto en el Retiro a las seis de la mañana, vas a la policía. Sin embargo, en comisaría eres víctima de un atroz interrogatorio: A qué hora exacta pasaste por allí, cómo lo encontraste, si viste a alguien más o qué hiciste la noche anterior. Y es el colmo cuando te preguntan por la música que suena en tu mp3. ¿Qué relación tiene eso con encontrarte un maldito muerto en el parque?
Después, te pierdes en el vacío de los subterráneos del metro. Quieres alejarte deprisa y olvidar. Olvidar la bocaza del policía que te interrogó.
Llegar a casa no te alivia. Intentas dormir un poco en el sofá, pero no puedes: un pitido en la cabeza te lo impide. Vas a la habitación, abres la ventana y miras hacia abajo —vives en un séptimo—, te subes al alféizar y respiras hasta sentir el oleaje del Sur en los poros… Cierras los ojos y guardas esa última imagen del mar, ese vértigo de agua que no deja ver la luz, pero aísla y protege del mundo.
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